Por Joaquín Puerta
Publicado en el nº33 de la Revista INNOVATIA
En mis catorce años como asesor de empresas he tenido el privilegio de ver nacer numerosos proyectos empresariales, acompañar en el crecimiento a muchas pymes y convertirse en grandes compañías a algunas de ellas. Pero también, desde hace dos años, he asistido muy de cerca al deterioro de no pocas empresas, he visto diezmarse en tan solo unos meses patrimonios que costaron años en ser levantados.
Y detrás de cada empresa destruida, detrás de cada proyecto arruinado siempre hay personas, gente de carne y hueso, vidas marcadas por el sueño y la desilusión, el esfuerzo y el fracaso, la alegría y la preocupación. La historia que cuento es absolutamente verídica, pero sólo es una más de las miles de historias similares que ahora mismo se están viviendo en nuestro país y más allá de la crónica de la empresa, de las frías cifras y de los datos estadísticos, quiero resaltar el trasfondo humano que se encuentra tras la historia y tras cada una de las historias que como ésta se están sucediendo ahora mismo aquí, a nuestro lado.
La crisis golpea duro y cada vez son menos los que escapan de ella. Tras los datos del PIB, del paro o del diferencial de tipos de la deuda soberana existen historias individuales, la crisis de cada uno, con su lucha particular y sus noches sin dormir. Una de esas historias es la de Ernesto que vivió su crisis en 2009.
Ernesto tenía una empresa con 60 trabajadores, una empresa dedicada a la fabricación de mobiliario metálico. Hace tres años no daba abasto para atender los pedidos, amplió las instalaciones y la plantilla y tuvo épocas en las que se veía obligado a hacer tres turnos de trabajo.
Las cosas marchaban razonablemente bien hasta que de repente llegó la crisis. Los pedidos cayeron de forma importante y los clientes que quedaban se retrasaban en los pagos. La fuerte inversión realizada estaba hecha en gran parte a crédito y la plantilla contratada principalmente de forma indefinida, por lo que cada mes faltaba dinero para atender a los compromisos adquiridos.
En esos primeros envites de la crisis, Ernesto confiaba, como todos los demás, en que la situación sería pasajera y que pronto se volvería a la normalidad por lo que decidió aguantar poniendo dinero de su bolsillo mes a mes para cubrir el déficit que día a día se iba incrementando.
Pero ahora sabemos que la crisis no es pasajera, que vino para quedarse y llegó un momento en que la situación se volvió insostenible, a Ernesto se le acababan las reservas, los bancos “le cerraron el grifo” y los trabajadores se mostraban inflexibles en sus demandas. Ernesto decidió ponerse un límite temporal, si en ese tiempo la situación no mejoraba estaba obligado a cerrar la empresa.
Cuando ya no tenía ni para pagar las facturas del psiquiatra y tras fracasar todos los intentos posibles por reflotar aquello, la empresa cierra. Los trabajadores son despedidos y los activos liquidados en subastas a precios irrisorios sirven para cubrir parte de la deuda generada. El trabajo de todos estos años ha quedado en nada.
Me comenta Ernesto lo triste que es ver la fábrica cuando la están desmantelando. El mismo lugar en el que hacía poco bullía la actividad, donde las personas se movían constantemente a un ritmo frenético, los camiones hacían cola en el muelle para cargar y descargar material y el sonido de las máquinas era constante con puntas álgidas que llegaban a molestar, ahora, aquel mismo lugar, se encontraba en silencio, frío, oscuro y vacío.
Y tras todo el proceso, tras ver como se viene abajo su pequeño castillo, tras haber visto diezmado el patrimonio familiar y haber dejado alguna deuda sin pagar, un juez, después de la lectura de un impersonal informe, declara la empresa en quiera y exonera de responsabilidad a Ernesto, su administrador, al advertir que no ha habido negligencia en su gestión. Una sentencia que si bien le libera de una carga importante, le deja el sabor agrio del fracaso.
No sé si por el veneno empresarial que le invade o simplemente por la necesidad de ganarse la vida de algún modo, varios meses después, Ernesto inicia otra aventura con su principal capital, la experiencia adquirida. Una experiencia que le dice que una crisis jamás volverá a pillarle desprevenido con tantos trabajadores y tantos contratos indefinidos.
En una nave prestada y con algunas máquinas que consiguió rescatar de su antigua empresa comienza su nueva andadura en un entorno muy difícil, medios muy precarios y la moral por los suelos.
Pero, como al que lucha y se esfuerza las cosas al final le salen, comienzan de nuevo algunos pedidos, lo que le permitirte mantenerse a flote en unas aguas mucho más turbulentas que cuando empezó por primera vez.
El otro día, al calor de una cerveza helada, Ernesto me cuenta que tiene tres trabajadores, personas de confianza rescatadas de su antigua empresa, trabajadores que se encuentran en el paro y que van con él a “echar horas”. El mercado es muy inestable, los pedidos de hoy no están garantizados mañana, los retrasos en los pagos están a la orden día y sobre todo, la experiencia vivida le dice que no debe contratar a nadie, ni hacer nada que no pueda deshacerse de un día para otro.
Pero, el problema no queda ahí, le van a entrar nuevos pedidos y va a necesitar coger a tres personas más. Se encuentra entonces en una encrucijada, seguir cogiendo gente sin contrato o regularizar su situación.
Le comento que es una locura lo que está haciendo, tener trabajadores sin contrato supone correr un riego altísimo que, incluso en ciertos casos, puede hasta constituir delito. Tiene además un problema adicional, al pagar “en negro” a los trabajadores, no se puede deducir fiscalmente ese gasto, por lo que el beneficio oficialmente será alto y por lo tanto su tributación se incrementará considerablemente.
Ante estas razones, Ernesto me replica con argumentos contundentes:
No existe un verdadero contrato temporal, un contrato que pueda rescindirse sin dar lugar a una indemnización o a un procedimiento judicial en el caso, muy probable en los tiempos que vivimos, de que los pedidos no continúen o que los impagos le ahoguen.
A los trabajadores no les interesa regularizar su situación, ya que en el caso de darse de alta, sus ingresos se verían mermados considerablemente. Dejarían de cobrar la prestación por desempleo y además, de la cantidad que actualmente se les paga, habría que detraer la seguridad social del trabajador y la retención del I.R.P.F.
Con respecto al incremento de tributación de la empresa por no poder deducirse fiscalmente los gastos de personal, Ernesto lo soluciona comprando facturas a trabajadores autónomos que tributan por módulos.
Con estos argumentos me quedo boquiabierto, a todas las partes les interesa trabajar en la economía sumergida. Ernesto, acosado por el miedo tras su experiencia reciente, consigue tener una estructura empresarial que puede deshacerse de un día para otro, los trabajadores, trabajan mientras cobran el paro y además no tributan por el dinero que ganan trabajando y los autónomos que tributan por módulos, se enriquecen simplemente expidiendo facturas falsas.
Resulta realmente increíble que en un país del primer mundo como es el nuestro, sea más interesante estar fuera de la Ley que cumplir las normas, pero lo cierto es que el intervencionismo, cada vez mayor, al que se ven acosadas las pequeñas empresas hace que cada vez más empresarios tiren la toalla y decidan, o bien “echar el cierre”, o bien trabajar en la economía sumergida.
La crisis es una realidad, una realidad para todos, pero el gran sufridor silencioso de esta crisis es el pequeño empresario que ante la difícil situación se encuentra con otro enemigo, la propia Administración, que le llena de obligaciones y le pone dificultades llegando a tener la sensación de que trabajamos para ellos en lugar de que la Administración trabaje para nosotros.
Finalmente, el resultado es la insurrección, el pequeño empresario no sale a la calle con pitos y pancartas, no se lo puede permitir, no llena portadas de prensa, no tiene poder para ello. Sólo le queda un arma, un arma mucho más peligrosa que los silbatos, las pancartas o el ruido de los medios, esa arma es la insurrección, rebelarse ante la opresión y cerrar la empresa, operar bordeando la Ley o directamente, trabajar en la economía sumergida.
Hasta que no nos demos cuenta de que es prioritario cuidar al pequeño empresario, prioritario alentar las iniciativas empresariales y crear un clima donde montar y hacer crecer un negocio sea factible, hasta que no hagamos del emprendedor un héroe en lugar de un villano, el final de la crisis está muy lejos.
Instemos a los políticos, a los que mandan y hacen las leyes en nuestro país, a que dejen de discutir y perder el tiempo en causas nimias y se pongan a trabajar para que el tejido empresarial pueda crear verdadero empleo, para que no interese la economía sumergida, para que los listillos y los pícaros no puedan aprovecharse de regulaciones injustas e interesadas que hacen daño a todos.
El Estado no nos va a sacar de la crisis, son las empresas las que han de hacerlo, pero corresponde al Estado poner los medios y crear el entorno propicio para que Ernesto pueda sacar a flote su empresa y, junto con un montón de “Ernestos” más, saquen a flote a un país que ha trabajado y trabaja lo suficientemente duro como para que merezcamos algo mejor.
Empresarios, inversiones y subvenciones
Muy interesante, pasa lo mismo en Italia.
ResponderEliminarYo acabé con mi tienda para eso, si lo quieres hacer todo legal no hay ninguna posibilidad, la presion fiscal llega al 67-68 % y los bancos cierraron el grifo.
Mientras afuera de la tienda hay pobres africanos que venden sin factura ni nada y lo que ganan es todo para ellos, y lejos de envidiarlos esto te hace pensar
Muchas gracias por tu comentario Pier Paolo. Es lamentable pero actualmente es así, y la sensación de los empresarios es que les están robando por todos los lados.
ResponderEliminarMientras esta sensación no cambie será difícil que nuevos emprendedores se lancen a crear empresas y empleo.