En los años 60 y 70 Juanito Valderrama se encontraba en lo más alto de su carrera artística. No soy amante de este tipo de música, ni siquiera soy amante la música, pero estoy seguro de que el éxito de este artista, como de muchos otros, radica en su capacidad para transmitir sentimientos y emociones.
Muchas veces he tratado de imaginarme aquellos locales de Stuttgart, Düsseldorf o Bruselas repletos de españoles, como los que salían en el NO-DO, delgados, huesudos, con la piel curtida y sin afeitar, la mirada triste y perdida, apiñados en aquel garito esperando para ver en directo a Juanito Valderrama y, cuando por fin comienza su actuación, e inicia el repertorio cantando aquello de “cuando salí de mi tierra volví la cara volví la cara llorando, porque lo que más quería, atrás me lo iba dejando”, me imagino a aquellos españoles, en completo silencio, con un nudo en la garganta recordando todo aquello que dejaron atrás, su patria chica, las fiestas de su pueblo, su Virgen, la Navidad con el portal de Belén y los pastorcillos, su idioma con sus chistes e insultos, y su gente, sobre todo su gente.
Me imagino a aquellas pobres personas de Jaén, de Soria, de Zamora o de cualquier rincón de nuestra piel de toro, que bien podrían ser nuestros padres o abuelos, hartos de luchar, de pasar necesidad, de tratar de adaptarse a un lugar extraño tras haber huido de la miseria con la única esperanza de tener la posibilidad de darle a su familia un futuro digno. “Adiós mi España quería, dentro de mi alma te llevo metía, y aunque soy un emigrante, jamás en la viiiía yo podré olviaaarte”. Cuanto más fuerte cierro los ojos, mejor puedo ver a esos españoles llorando a lágrima viva.
Pero tan solo una generación después, los hijos de aquellos mismos españoles, sus herederos directos, que hemos crecido sin pasar necesidades gracias al esfuerzo de nuestros padres, tratamos de borrar de nuestra mente aquel pasado porque nos parece “cutre” y como los nuevos ricos, que gastan gran parte de su fortuna en perecer que siempre fueron ricos, echamos paladas de tierra sobre aquel pasado reciente y, entre otras cosas, tratamos al inmigrante con desprecio, poniendo distancia de por medio, importándonos un bledo que lo que sienten esas personas es lo mismo que sentían nuestros progenitores.
Hace no mucho, mientras me despachaba el fiambre, me contaba Duncan con añoranza lo diferente que es su tierra de origen. Sólo tuve que tirarle un poco de la lengua para que me describiera un lugar donde se vive en la calle porque siempre hace calor, un lugar donde no conocen la tristeza del invierno pero que, por la irresponsabilidad de los políticos de hace quince años, ahora todo el país continúa pagando las consecuencias, lo que le obligó a Duncan a abandonar su tierra y a su gente para venir a España a buscar un mejor porvenir para su hija.
También me gusta hablar con Andrei al tiempo que me corta el pelo, muy bien por cierto, que además de trabajar a tiempo completo en la peluquería, echa unas horas en el bar de al lado para ganarse un dinero extra. También me cuenta que por fin, después de 9 años, este verano ha podido regresar de vacaciones a su tierra y me describía cómo su madre lloraba al verlo y no le dejaba ni a sol ni a sombra para aprovechar cada minuto con él.
Pero lamentablemente sus historias no nos interesan, ahora ya somos seres superiores, seres de otro mundo, del primer mundo, con un toque casi divino que nos hace mirar casi con desprecio y sin reconocerlo a la gente de verdad, a los seres humanos que buscan la misma oportunidad que se les brindó a nuestros padres.
Nos hemos convertido en sujetos cargados de derechos y ausentes en las obligaciones por el solo hecho de haber llegado a esta tierra un rato antes y no haber conocido otra. Ahora somos seres engreídos de cocodrilo en pecho que hemos pasado en cuatro días de suspirar por un utilitario, a mirar con suficiencia desde lo alto de nuestro flamante SUV comprado a crédito con la garantía de la propiedad del suelo que pisamos, que ahora resulta que no vale lo creíamos.
Qué desagradecidos somos con nuestros padres y abuelos, generaciones marcadas por la necesidad y el esfuerzo. Qué pronto nos olvidamos de las legiones de españoles que fueron a trabajar y contribuyeron al desarrollo Alemania, Bélgica o Suiza. O de todos aquellos que venían por miles desde la España profunda a Madrid o Barcelona cuando la distancia en tiempo y la brecha cultural entre el interior de las provincias y las grandes ciudades era tan amplia como la que ahora pueda existir entre Guayaquil y Bilbao.
Aquí necesitamos gente currante, personas con iniciativa que trabajen y que se esfuercen, hayan nacido en Perú, Andalucía, Castilla o la China. Hombre y mujeres que contribuyan a desarrollarnos como país, como cultura y como seres humanos. Nos sobran los vagos, los aprovechados, los señoritos y los chorizos, ya vengan del este, de Valencia, del otro lado del mar o de Orense, perdón Ourense, que hasta para eso nos hemos vuelto pijos. Como los grandes equipos, necesitamos fichar talento y trabajo sin mirar su origen, y los mediocres que lastran nuestro desarrollo y quiebran la convivencia, que se larguen a pegar la gorra a otro sitio.
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